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    En la intemperie

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    Relatos dominicales

    Miguel Valera


    Siempre que podía, Félix nos decía a sus amigos que su nombre era de origen
    latino y que significaba “feliz o afortunado”. Los viernes, que solíamos reunirnos en algún bar de la ciudad, para comer tortas de jamón serrano y echarnos unas cuantas copas de whisky Macallan —Rare Cask era la botella que todos preferíamos—, nos contaba que su padre quería llamarlo Abundio, porque quería verlo “rico en abundancia”, pero su madre, afortunadamente, lo convenció de que Félix era mejor, porque ella quería verlo así, por siempre, feliz y afortunado.

    Yo, que lo conocía desde que éramos niños, sabía de su estrella y fortuna. Me
    gustaba conversar con él porque en efecto, hacía honor a su nombre, siempre
    alegre, siempre sonriente, siempre feliz y generoso con su tiempo y sus cosas.

    Su carácter, decíamos todos, era más importante que su dinero, las propiedades que tenían, la empresa de sus padres y el Mercedes-Benz Clase A en el que nos paseaba algunos fines de semana en la ciudad o nos llevaba al campo que tanto le gustaba.

    Cuando tocábamos el tema, solíamos recordar al viejo Armando Fuentes Aguirre, “Catón”, quien alguna vez escribió que “el dinero no da la felicidad, sobre todo si es poco”. Sí, nos decía, Félix, pero es una ficción, es algo elaborado, construido. Sí, a base de lucha y esfuerzo, pero al final, una ficción, insistía.

    Cuando lo decía, así, serio, apurando el Macallan, no le creíamos o no queríamos pensar en eso, extasiados por el líquido ámbar en nuestros cuerpos.

    Un día un grupo delincuencial empezó a extorsionar a su padre, primero y lo
    secuestró después. Pagaron un rescate millonario y lo salvaron. Otro día, su
    madre murió cuando otra banda quiso llevársela y su equipo de seguridad trató de impedirlo. Ese día lo acompañamos al panteón, lo vimos quebrarse. Con todo, nos dijo lo que ya sabíamos: este es uno de los precios que se tienen que pagar por la abundancia.

    Día después, ya más tranquilo, en un nuevo sitio que habíamos escogido para las tortas de jamón serrano y los lingotazos de Macallan, nos dijo citando a Palermo—Rodrigo de la Serna— un personaje de la serie La Casa de Papel: “la única verdad es la realidad”. Todos sabíamos eso, aunque creíamos que su realidad era mejor. Nos equivocábamos.

    Entonces añadió: “Nadie está preparado para la intemperie. Ahí estás solo tú y el cielo que cubre tu cuerpo. Ahí, en la soledad, tienes que aferrarte a tus
    pensamientos. Y así, nos refirió una cita de uno de los libros de nuestro viejo maestro, Adolfo Muñoz Alonso: “Estar a la intemperie, a merced del tiempo y
    frente al temporal, desafiando los temporales o doblándose a ellos, representa la tremenda situación del hombre. La intemperie —que es algo bien diverso de la intemporalidad— es en el hombre su única situación no engañosa.

    Mantenerse en esa situación es su temple. Libertad y situación a la intemperie son sinónimos, cuando es el hombre el ser al que nos referimos”.

    Todo es ficción, insistió el buen Félix. Todo lo que creamos en nuestra mente y
    llevamos a la realidad es ficción. Lo único real, reiteró, es la intemperie.
    Nacemos desnudos, con frío y así morimos, fríos y desnudos. Nos quedamos
    callados. No supimos qué decir. Yo, que desde muy joven había leído la vieja
    historia de Job, en una biblia vieja que tenía mi madre en casa, me acordé de
    esa frase, “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré allá. Si Dios me lo dio, Dios me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”.

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