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    El demonio de la ausencia

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    Relatos dominicales

    Miguel Valera

    Desde que murió Rogelio —me contó una tarde de tormenta Hania— la tranquilidad y felicidad de su vida se esfumaron. Fueron una pareja feliz durante diez años y no pensaron en tener hijos tan pronto porque querían disfrutar su juventud, su compañía. Cada viernes tomaban carreteras para ver atardeceres o amaneceres en algún sitio nuevo. A mi me gustaba de ambos su sonrisa fresca, intensa, contagiosa. Eran la pareja perfecta.

    Cuando él murió —arrollado por una pipa sin frenos—, su mundo feliz se vino abajo. Lloró hasta que sus lagrimales quedaron secos como la laguna del Farallón. El mundo feliz e iluminado que tenía, se volvió gris, con nubarrones permanentes. Todos sus amigos intentamos animarla. Tomás le recomendó a dos o tres tanatólogos. Estoy seguro que esas terapias te ayudarán, le dijo. No sirvieron para nada.

    Pasaron muchos meses, años quizá, hasta que un día nos encontramos con varios amigos en La Chipola, un restaurante ubicado en el número 21 de la calle Mártires 28 de agosto, en Xalapa. La vi tranquila. Se comió una ensalada de lomo de atún aleta amarilla con hojas verdes, tomate, palmitos, queso regginito y tostas. Conversó normal, se tomó dos copas de vino de la casa y al final pidió de postre un “cremoso de hojaldre”, también mi postre preferido, una delicia de queso mascarpone y hojaldre troceado, con miel de arce, piñones tostados y frutos rojos. Era el que siempre pedía Roger, nos dijo.

    Ese día la llevé a su casa de Las Ánimas y antes de llegar me pidió que nos detuviéramos en un parque, porque quería fumar. Ahí me contó que Roger seguía con ella. La miré sorprendido y pensé, claro, que había superado la ausencia y que él estaba ahí espiritualmente. No, insistió: él está conmigo, ahí en mi departamento. Pasé meses muy difíciles pero un día empecé a notar su presencia. Fueron muchas señales, insistió. Al principio pensé que me estaba volviendo loca, pero poco a poco fui descubriendo que era él.

    No me mires así, me dijo al ver mi rostro sorprendido, mientras soltaba una bocanada grande, de humo, desde el fondo de sus pulmones. Entonces vi los moretones en sus muñecas y en sus brazos. Son de él, me contestó. A veces jugamos. Le gusta amarrarme. Ya sabes, juegos de alcoba. Pero no pasa nada, lo disfruto. Es algo nuevo para mí, pero me gusta. Esa parte intensa de él no la conocía muy bien, pero me he ido acostumbrando.

    Hania, le insistí, ¿está todo bien? Por eso no me gusta contarle a nadie de este nuevo Rogelio, pero es él, no tengo duda, contestó. Yo fui la primera sorprendida, pero lo extrañaba tanto que ahí apareció. No lo veo, pero lo siento. A veces es un poco frío o violento, pero sé que es él y que está ahí. Siempre amanezco exhausta, cansada, pero se que es él y que está conmigo, insistió.

    Intenté abrazarla, con cierta compasión, pero me quitó el brazo. Perdón, me dijo, es que tengo lastimado los hombros y la espalda. Cuando la dejé en su casa, pensé en lo íncubos y súcubos, demonios masculinos y femeninos de la edad media, que según la mitología poseen a hombres y mujeres en sus sueños. Las víctimas —nos decía el padre Casto Simon, en sus charlas de posesiones— viven la experiencia como un sueño sin poder despertar de éste. 

    Son seres que se aparecen en forma de hombre o mujer y buscan tener relaciones sexuales con sus víctimas a quienes ilusionan y terminan consumiéndolas. Son seres del infierno, añadía. Esa noche, mientras seguía paladeando el “cremoso de hojaldre” de La Chipola, pensaba en Hania —¿no significa su nombre “espíritu guerrero”? y sus noches intensas con ese demonio del dolor y la ausencia, quizá más peligroso que cualquier ser mitológico que pudiera meterse a su cama. 

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