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    Blackout existencial

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    Relatos dominicales

    Miguel Valera

    Juan David Nepomuceno tomó un día la decisión de morirse. Según yo, no había tenido una mala vida. Trabajó incansable, formó una familia, viajó por el mundo, pero un día se despidió y se fue a la isla colombiana de Múcura, para morirse. No sé cómo le hizo, pero llegó al Hotel Punta Faro con 10 botellas de “etiqueta azul” de 750 mililitros, que según Mercado libre cuestan 8 mil 153 pesos cada una. La noche en que recibimos sus cenizas en México, Sofía, su esposa, me regaló una libreta de apuntes. “Fue lo último que escribió; sólo a ti te va a interesar”, me dijo.

    Ese día, mientras me retiraba de su casa no sé por qué pensé en Jean-Dominique Bauby, el famoso editor de la revista Elle —la biblia francesa de la moda, suelen decir— que, a los 43 años, en la cumbre de su carrera, sufrió un ataque cerebrovascular y quedó cuadripléjico y mudo, sólo pudiéndose comunicar con el ojo izquierdo, lo que le permitió dictar un libro que llamó La escafandra y la mariposa. Al periodista la vida le hizo una jugarreta y le dio la oportunidad de enviar un último mensaje, ¿pero a Juan David? ¿Qué pasó por su cabeza, qué cargaba en los hombros? ¿Qué tan grande era su dolor y soledad?

    Ya en casa, luego de prepárame una taza de “Café Avelino”, de tueste americano —que compraba cada mes en Miguel Rebolledo 21 de Coatepec— leí algunas líneas de Juan David en ese diario: “Todos los días despertaba a las seis de la mañana en punto, ebrio de vida y de blue label. Cuando el espíritu transmigraba del cosmos a mis ojos y mis oídos, antes de ver cualquier cosa, escuchaba, fuerte, el “shack” de la planta eléctrica que se apagaba”. 

    “Y aunque percibía perfectamente el ruido de las olas acariciando la costa, y los pájaros cantando al amanecer, el silencio inundaba mis oídos. No pensaba en nada. Apenas podía distinguir la luz matinal que se asomaba por las rendijas de la cabaña. Era el regreso de un viaje, un ‘blackout existencial’ que iba más allá del azul brebaje escocés que había comprado en el aeropuerto, como si fuera a una cita con el fin del mundo”.

    —¿Qué le pasaría al buen Juan David?, nos preguntamos en el café con los amigos. Fue la depresión, fue la falta de serotonina, ¿por qué se sintió atrapado, como en la escafandra de los viejos buzos, en el fondo del océano de la existencia? No había una enfermedad, no tenía un problema grave, no estaba de por medio una situación que tuviera que ver con su honra. Dejó todo en orden y tomó ese vuelo hacia el final de su vida.

    Nosotros sí habíamos visto un cambio de carácter en los últimos meses; se había aislado, hablaba poco, tuvo cambios de humor significativos y empezó a despedirse como si ya nunca lo fuéramos a ver. Nunca sabremos qué pasó por su cabeza, nos dijo esa tarde uno de los compañeros de mesa. Otro recordó a Ernest Miller Hemingway, el autor de “El viejo y el mar”, quien un domingo 2 de julio de 1961 se voló la cabeza con una Boss calibre doce de doble cañón. El hombre que había sobrevivido a tres guerras, en la cumbre de su vida, decidió así, ponerle punto final a su vida. Es un misterio, concluyó otro compañero de mesa. Nadie sabe lo que pasa por la cabeza de una persona cuando toma esa decisión, concluimos ese día.

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