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    Sacrificio en San Juan de Ulúa 

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    Relatos dominicales

    Miguel Valera

    La primera vez que entendí a cabalidad la palabra “orgía” fue cuando Salomón, un viejo compañero del Seminario menor “San José” —ubicado allá por Las Bajadas y Tejería, en el municipio de Veracruz— me contó lo que había pasado en una de las frías mazmorras de San Juan de Ulúa. No, no se trataba de un cuento o leyenda de Soledad, la Mulata de Córdoba, quien, narra la historia, era una mujer hermosa que había sido condenada a muerte y desapareció en la pintura de un barco que dibujó en su celda.

    La historia que Salomón me contó tampoco se refería a los excesos de los soldados españoles con las mujeres nativas que gritaban “colúa” o “ulúa” cuando Juan de Grijalva —avanzada de Hernán Cortés— arribó al islote el día de San Juan en 1518. La palabra “orgía”, le dije, según el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua significa “reunión de personas en la que se practica sexo sin moderación y, generalmente, se consume alcohol y otros estimulantes”. También refiere “exceso o gran abundancia de algo”, añadí.

    “Eso fue lo que ahí pasó”, asentó. —¿Recuerdas a Marlene? Sí, claro, le contesté. Era una chica morena, de cabello rizado, con dientes amarillos y un olor muy fuerte de pubertad. El primer día que nos presentamos en clases, en la Escuela Adolfo López Mateos que tenía el “colega” Pablo Manuel Pérez Kuri, ella se paró muy segura y firme. Nos dijo: “Me llamo Marlene, pero me gusta que me digan Marilyn”. Todos nos botamos de la risa porque la chica era fea con f de foco fundido, como dicen en el pueblo.

    Pero ya, le insistí, viejo amigo, cuenta qué pasó en San Juan de Ulúa. Entonces me dijo que esa mañana calurosa de primavera que visitamos este sitio histórico de Veracruz, luego de escuchar las explicaciones del viejo profesor de historia, el grupo de visitantes se separó. Unos compañeros seminaristas, los que mejor se divertían y vivían su juventud, sin tapujos, sin moralismos, en plena libertad, se llevaron a “Marilyn” a una mazmorra y ahí, le dijeron primero que bailara.

    Sin pudor, con gran soltura, “Marilyn” empezó con bailes sensuales, mostrando el escote de su blusa, su pequeño brasier en donde emergían unos pequeños senos. Lo mismo hizo con la falda, en movimientos de caderas que encendió la hoguera de los jóvenes seminaristas. El primero que se lanzó al abordaje, como si del pirata holandés Laurenz de Graaff —mejor conocido como pirata Lorencillo—, se tratara, fue el viejo compañero José Ramón Barradas, el más desmadroso de los compañeros, originario de Loma Bonita.

    Luego fueron al abordaje Samuel, Julián, Tomás, Atanasio, Felipe, Edgar y al final Ramón, un chico que no era seminarista pero que después de esa experiencia voluptuosa y orgiástica decidió tomar el camino de los hábitos. Ramón la besó, lo que desató la burla de todos. 

    Fue, insistió Salomón, el narrador, una verdadera orgía. La chica estaba feliz de cada embate, de cada entrega. Lo hizo, aclaró, con pleno consentimiento y lo disfrutó a cabalidad. Ese día, todos regresamos a Las Bajadas cansados y con hambre. Los protagonistas de esa fiesta orgiástica no dijeron nada ese día, pero poco a poco fueron desgranando los detalles para la memoria colectiva. No pasó nada, señaló José Ramón Barradas, cuando un día otros compañeros lo encararon para reclamarle su falta de integridad: “¡sólo me confesé y ya!”, contestó. 

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