Relatos dominicale
Miguel Valera
Vine a Mandinga porque me dijeron que acá vivía una virgen desatadora de nudos. Sí, de esos que se hacen en la vida, que se sienten en la garganta y que apretujan el alma metiéndola en un laberinto que requiere la astucia de Dédalo e Ícaro para salvarte de la fuerza del hambriento minotauro que habita dentro de nosotros. Llegué de la mano de Amado Mora, un lanchero de la zona, quien, convencido, me habló del poder de los milagros de esta virgen que el propio Papa Francisco llevó de Roma a Argentina, su tierra natal.
Cuando pasamos por la isla de las aves, llena de garzas y fragatas, pensé en la fragilidad de la vida y en el andamiaje de escepticismo que había construido para sostener mi existencia. Examinar, investigar, desconfiar, era mi fórmula de vida, mi herramienta de trabajo. Me sentía en esa lancha, con el aire fresco en la cara, como el viejo Pirrón, compañero de viajes de Alejandro Magno, siempre cuestionando todo, siempre desconfiado, siempre alerta ante los sofismas.
“Llegamos, me dijo Amado, para explicarme que la virgen Santa María Desatadora de nudos se apareció por primera vez en Alemania a un matrimonio que tenía muchos problemas. Para ayudarles les dio un listón, indicándoles que para cada problema se tenía que hacer un nudo. Le pusieron siete nudos. Al pasar los días empezaron a desaparecer los nudos y se fueron acabando los problemas y de ahí en adelante esa pareja fue feliz por siempre”.
La isla de las conchitas, como le llaman los pobladores de esta región del municipio de Alvarado, tiene una imagen en bulto de la Virgen María, con túnica rosa y manto azul. Alrededor de su cuello, como si de una bufanda se tratara, el lazo de nudos, los nudos de la existencia, los problemas de la vida en los que se ha vuelto experta. Su rostro es tranquilo, hermoso, como el de una madre.
A su lado, cientos, miles de listones blancos por un lado y de colores por el otro. Los blancos, me explica Amado, son los favores que se piden: salud, dinero, amor, felicidad. La gente viene aquí a pedir por algún problema. Por otro lado, los listones de colores son los de agradecimiento, los de alegría, los de felicidad por el milagro concedido. Todos los días traigo a mucha gente que viene a agradecer porque el milagro que vinieron a pedir se cumplió, me dice.
Yo lo escucho como en cámara lenta, en la lejanía. Mi problema, le dije, es de amores, de amor mal correspondido. Como sonreí, Amado Mora no me creyó. Usted ponga su listón, me dijo y ya verá que ese amor regresará a usted. Lo miré serio y ya no dijo nada. Dejé mi listón con una frase, “Gracias madre por todo lo concedido”. Pero ese listón blanco es para petición, me reconvino Amado Mora. No, no, lo atajé, yo no vine a pedir, yo sólo vine a agradecer. Siempre me gusta agradecer, aunque tenga el corazón apretujado, amuñungado, como bota de rescatista en Acapulco.
Cuando llegamos a tierra lo invité a comer a Mariscos Uscanga. Pide lo que quieras, le dije, mientras ordenaba un trozo de robalo a la veracruzana que llegó hirviendo, en una cazuela. Me tomé un par de cervezas y un torito de guanábano y dejé que mi corazón se alegrara.